Llegamos con un amigo a una fiesta a la que sin duda llegaríamos tarde, esto es, llevaban un par de días de party y nosotros apenas llegando. 
Para entonces quedaban algunos cigarros, pulmón y medio de quetzalteca y música. Sonaba Alta suciedad, de Calamaro, y había cierto agotamiento en los ahí presentes, uno de ellos había ya doblado sobre una silla pero y no por ello abandonado la mesa. La sobriedad también puede ser una pesadilla, y no lo digo con mérito alguno, solo era lo que había, una mesa de muchas horas de fiesta y dos recién llegados, shutes.
 
No recuerdo con claridad el intento de conversación, pero recuerdo sí varios silencios, con música de fondo y las pausas necesarias para llegar a la pregunta. 
Y la pregunta llegó. Aníbal nos preguntó a mi amigo y a mí si nos considerábamos homosexuales. Y a mí me entraron los nervios del muchacho quetzalteco al que por primera vez le preguntaban así de directo. Para entonces tendría yo 20 años y mi vida de universitario empezaba a llenarse de habitaciones como esas, de fiestas de varios días, de quetzalteca pura, curiosamente también fue mi época Calamaro, y sí, seguía siendo mi encuentro con esta ciudad, conocerla, de entrada, con la mano áspera y el filo siempre entre el bolsillo, atento. 
 
Era la primera vez que me cuestionaban no mi heterosexualidad sino mi homosexualidad, una pregunta sencilla si se quiere, y ahí estaba yo con mis 20 años de nunca haber escuchado esa pregunta dirigida a mí. De la pregunta recuerdo un rubor intenso, un nerviosismo, pero también una muy extraña confianza, Aníbal lo había preguntado como quien pregunta la hora, y entonces, pasados los nanosegundos que representaban una montaña de prejuicios, silencios, vacíos formativos, ausencia de palabras, ceguera, censura, neblina, pues le dije que no, que no me consideraba homosexual. Y entonces giró su mirada a hacia la esquina de la mesa donde estaba el amigo con quien llegué, a lo que él, sin nanosegundos de por medio dijo directamente “en este momento de mi vida, lo que me importa es el amor”. Y entonces siguió la conversación, y la quetzalteca, y los cigarros, y se acabó el disco. 
 
La siguiente vez que alguien me preguntó si era homosexual estaba yo abrazado amorosamente de mi hermano en un bar en la zona 10, y su pregunta era un “y ustedes par de huecos” disfrazado de una pregunta cordial, con mi bróder nos reímos y seguimos abrazados, bebiendo, amándonos.
 
Mi amigo de la fiesta aquella dejó de ser mi amigo y cuando nos encontramos en la calle saluda cordialmente y pregunta, eventualmente, también por mi hermano. Yo lo he visto y más de una vez he pensado en que su búsqueda del amor ha sido un tanto infructuosa. Y a mí, los años me han ido enseñando a fuerza de golpes que el amor también es un reconocimiento de una comunidad, hay algo que tiene que ver con que tu comunidad sepa que amás, y amás plenamente, y es parte de lo que nos hace comunidad, la celebración del bienestar del otro. Y vaya si no nos hace falta amarnos en este país.