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- Escrito por: Denise Phé-Funchal
Maletas
Gracias amor, no sé qué haría sin ti. Soy un desastre con esto de los viajes, siempre me pongo nervioso (más ahora, después de veinte años).
Junto al teléfono te dejé su número (el de su madre, que tiene una voz joven y que tú crees que es su esposa). Ayer enviaron el programa del encuentro, lo copié a tu correo para que sepas dónde ando, mi linda. Visitaremos las iglesias e iremos a algunos hogares de niños y ancianos para ayudar y fortalecer su fe. Sí, ha sido una suerte que él pueda recibirme en su casa (en su habitación) porque de otro modo, no, no alcanzaría el dinero para ir al encuentro.
Me contó que estuvo alejado de la iglesia por unos años, pero ya ves, todos volvemos al redil del todopoderoso, nos acogemos a su amor. Sí, la corbata que le has comprado seguro le irá muy bien (con esa piel blanca y ojos obscuros que hace veinte años me movieron la tierra, el cielo, la fe). Sí, estoy nervioso, se nota mucho ¿eh? Es que no, no sé cómo será después de tantos años. Teníamos apenas dieciséis cuando nos (vimos) conocimos. (Él, su cuerpo delgado, sus manos largas de uñas brillantes, su boca de labios gruesos y esa, esa risa que borraba al Dios del amor de mi vida y me daba pesadillas con el Dios de la ira).
No, no recuerdo dónde nos vimos y hablamos por primera vez (¿es lo que quieres escuchar verdad? Porque tienes miedo igual que yo), creo que nos presentó alguien, no recuerdo si fue el hermano Domingo o el hermano Tadeo (nos vimos en medio de toda la gente y sus pupilas quedaron grabadas en mi piel) cuando fuimos a la iglesia de San Sebastián (y pasamos horas viendo detenidamente los cuerpos de los Cristos, de los santos medio desnudos y yo, yo temblaba porque me imaginaba así, atado e indefenso frente a él, a su cuerpo delgado, de costillas que me daba la gana contar). También te envié la foto de la habitación donde me quedaré, es linda, da a un jardín lleno de flores, arreglada por su esposa (por su madre, pero si te digo la verdad tendrías más miedo, porque tú sabes).
Todos los días pasarán por nosotros a las siete para empezar temprano la labor de Dios y, si ves el programa, estaremos fuera todo el día pero cuando tenga internet, en un restaurante, en un café, te envío un mensaje, fotos (porque tú, madre de mis hijos, no sabes que el encuentro durará sólo tres días y que luego pasearemos por el país, él y yo, solos. Tampoco sabes que llevaré camisetas para cambiarme rápido e ir dosificando las fotos para que creas que trabajo por Dios y no por mi humanidad, para que se aleje de ti un poco el miedo, ese que tienes desde que nos conocimos, ese con el que escudriñas mis miradas sobre los cuerpos de los hombres). Sí, llevo la lista de pedidos de los niños y el dibujo de tus pequeños pies para comprarte sandalias, tu talla de blusa para encontrarte un recuerdo rosa (que no sé si traeré o si enviaré, porque sabes igual que yo, que el retorno no es certero), sí, rosa claro, el que te queda mejor (el que me recuerda la pulsera que el hermano Domingo hizo que él se quitara y que guardo en la gaveta de mi escritorio bajo llave para olerla y recordar el aroma de su piel que me daba tanto miedo, pánico porque decían que eso, eso que yo sentía era pecado). No te preocupes, andaremos siempre acompañados, en grupo (los tres días del encuentro y luego, tú sabes, en el fondo lo sabes, me iré a explorar, a explorarlo, a encontrarme).
No, te preocupes, mañana llamo un taxi de madrugada (no quiero que los niños me recuerden partiendo, por si no vuelvo). Ahora duerme, mi vida, no te preocupes. Estaré en la cocina para no molestarte mientras hablo con él para terminar de afinar detalles de mi llegada (en un idioma que no entiendes pero que intuyes en mí se transforma en carne, en sudor, en esas ganas de explorar lo que hace veinte años no pude, por miedo, por pudor, por religión, por Dios).
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