Durante tres años, Clodoaldo hizo lo mismo cada sábado a las once y media de la noche. 

Durante tres años, Clodoaldo hizo lo mismo cada sábado a las once y media de la noche.

Pasaba muy despacio a bordo de su taxi blanco por la 17 calle, y observaba con atención a los travestis que allí, en la banqueta, se encontraban cazando clientes. No exagero con lo de muy despacio, el tipo lo hacía a diez kilómetros por hora. Mientras recorría la cuadra se estiraba hasta el asiento del copiloto y bajaba la ventanilla para captar cada detalle de sus vestimentas. Inhalaba con fuerza justo al pasar frente a ellos, intentando sentir los aromas que los envolvían. Su mirada, pe- netrante, parecía llena de odio y cierta curiosidad. Luego daba la vuelta a la cuadra y, rechinando llantas, gritaba: “huecos de mierda, ojalá se mueran de sida”.

Al día siguiente estaba despierto a las cinco de la mañana. Uniformado con una camiseta del Paris Saint Germain que lleva- ba el número cuatro en la espalda, y dejando una estela de olor a Cofal por toda la casa, se comía un pan dulce con café y agarraba camino a la Atlántida, donde jugaba junto a un grupo de taxistas y tres chavos desconocidos. Clodoaldo, llamado así en honor al mediocampista brasileño, jugaba de delantero. Con todo y su prominente barriga, era uno de los dos que sacaba la casta por el equipo. El otro era un tal Henry, uno de los chavos que no eran taxistas. Henry era flaco, moreno, alto y bien parecido. Usaba el pelo largo y para jugar se hacía una cola. Siempre llegaba tarde a los partidos y todos lo recibían cantándole la de El extraño del pelo largo de los Enanitos Verdes.

Adentro de la cancha la relación entre Clodoaldo y Henry era extraordinaria. Conocían sus movimientos, sus mañas y su posición sin necesidad de verse. Pero afuera, afuera no se soportaban. Luego de cada partido todos caminaban al Super 24 de la vuelta y se tomaban unas cervezas.

Comentaban sobre el juego, criticaban al árbitro cuando perdían y, en algún momento, discutían sobre la actualidad del fútbol español. Pero luego, cuando Clodoaldo se había terminado su six pack, la discusión se tornaba tensa. Al pobre se le subía el calor solo de escuchar hablar a Henry, un tipo que abiertamente defendía el aborto, las relaciones homosexuales, el feminismo y, encima, decía ser ateo y odiar al ejercito. Para un evangélico rematado como Clodoaldo, escuchar eso lo ponía psicótico. Luego de varios minutos de una acalorada discusión, en la que intentaba debatir los puntos de Henry con versículos de la Biblia, frustrado terminaba por decirle: “vos comete un quintal de mierda, marihuano culero.“ Se subía a su taxi y se iba. Todos los domingos.

Su enemistad llegó al límite un domingo en el que Edwin, el portero del equipo, les contó que su mujer, que trabajaba como enfermera, había ido a una entrevista con una pareja gay. “Resulta que los huecos estos van a adoptar un niño en el extran- jero, muchá. Entonces andan buscando una enfermera que los ayude durante los primeros meses”, dijo. Clodoaldo estalló, maldijo hasta quedarse sin aliento y gritó que no era posible que le permitieran adoptar niños a gente enferma y depravada. “Van a parar violando al niño y convirtiéndolo en un marica como ellos”, concluyó. Henry, muy tranquilo pero sin bajarle la mirada a Clodoaldo, dijo que a él le parecía espectacular. Que todos los niños merecían recibir amor y crecer dentro de una familia estable. “La orientación sexual de una persona no define si van a ser buenos tatas o no. Mira a tu papá, seguro era machito pero se cagó en vos.” Clodoaldo se abalanzó furioso e intentó atacarlo con una botella de Dorada Ice. Henry esquivó el golpe y le devolvió un puñetazo en la boca. Siete compañeros agarraron a un desquiciado Clodoaldo que, deses- perado, le escupió a Henry en la cara y le dijo: “Los defendés porque a vos también te gusta que te la metan por el culo, vaa”.

Luego del suceso Clodoaldo no volvió a llegar los domingos a jugar. Lo que sí siguió haciendo de forma religiosa fue pasar insultando a los travestis todos los sábados a las once y media. Pero, durante el séptimo sábado luego de la pelea con Henry, rompió su rutina. Pasó como siempre por la 17 calle, pero esta vez detuvo su carro por completo. Se estiró al asiento del copiloto, bajó la ventanilla y con señas llamó al travesti de escote y pantalón de cuero. Negociaron por unos minutos, y luego se metió al taxi. Sus compañeros, preocupados, le pedían con muecas que tuviera cuidado. Todos tenían bien controlado al enfermo que iba al volante.

En el camino no hablaron. Llegaron al lugar de los hechos, Clodoaldo pagó en una especie de recepción y caminaron a la par, sin emitir sonido. En el pasillo escucharon un par de gritos y vieron salir de una habitación a un viejo senil con dos prosti- tutas. Llegaron a la 206, y luego de un par de nerviosos intentos de abrir la puerta, lograron entrar. Ya adentro, por fin habló Clodoaldo, quien tartamudeando, dijo: “te quiero en cuatro, acá el hombre voy a ser yo”. Ambos procedieron a desnudarse. El travesti lo hizo por completo y Clodoaldo se quedó en calcetines. “Ponete, pues”, le dijo, y procedió a colocarse en la posición solicitada. Clodoaldo lo penetró de forma violenta, y cada vez que lo volvía a hacer gemía como un búfalo y sudaba a chorros. Tres minutos después terminó, y mientras jadeaba para recuperar el aliento, escuchó que el travestí cantaba muy bajito: “Vagando por las calles, mirando la gente pasar, el extraño del pelo largo, sin preocupaciones va...”